En una tarde de septiembre, reunidos con Jorge Enrique Martí para ponernos al día de proyectos propios y ajenos, inevitablemente regresamos a Liebig, porque yo vivo allí y el poeta insiste en recordar su infancia feliz, cuando su padre trabajaba para la Compañía.
Hace un año, en los primeros días de septiembre, asistimos al desguace de su patrimonio industrial y las últimas noticias, revelaron la destrucción del patrimonio natural de monte nativo y el drenaje del humedal en el área del “Puesto 2 de Agosto”. (carta topográfica IGM, Fábrica Colón, hoja 3357-1-2)
Jorge Enrique ya me había contado de los campos de La Liebig, cerca del arroyo El Doctor, donde iban a pescar tarariras, que en realidad cazaban con ‘chuzas’ o con carabina, y así está escrito en su poesía Correrías: “Otras veces se elegía/ rumbear hacia el ‘2 de Agosto’/ a fijar las tarariras/ dormidas en el arroyo.” (Retablo. Editorial Dunken, 2006)
Según el poeta, quien más sabe de este lugar es Mateo Zelich, y me entrega un recorte amarillento de periódico donde el doctor escribía sobre la fauna del departamento Colón:
“Yo tendría 11 o 12 años, ese domingo pasábamos el día en el campo, cerca de donde preparaban el asado, era todo monte blanco y primitivo, que yo recorría embelesándome con la contemplación de pájaros e insectos, nidos, plantas y de todo lo que allí estaba…”
Premonitorias palabras del Dr. Zelich, describiendo lo que estaba y ahora no está.
Sus recuerdos de niño comienzan con una larga caminata, para salir a un claro y continuar con un pajonal, aproximadamente de 1 km de extensión, hasta unas lomas con arboleda de monte negro. Lo que más llamó su atención fue una enorme cantidad de garzas blancas sobrevolando algunos matorrales de sarandí negro, en el centro del pajonal. Su padre, le explicó lo que era un ‘garzal’, sitio donde las aves anidan juntas en colonias, “pero no podía llegar allí pues había mucha agua y pantano, muy riesgoso hasta para un adulto”.
Yo misma he visto al atardecer, elegantes bandadas retornando a descansar en los grandes árboles, del bañado de acceso a Liebig con la oxidada fábrica de fondo, y a la distancia las garzas se ven como miles de puntitos blancos, en el horizonte de un Perucho Verne desbordando sus aguas, como hoy se ve, y en grave peligro por la acción del hombre.
El anidar en colonias, según el biólogo Santiago de la Vega, “es una estrategia conjunta de cooperación en la defensa ante ataques predadores, aunque en la densidad de la colonia hay enfrentamientos por continuas invasiones de territorio.” (Las Leyes de la Selva. 1999).
Hablamos de aves, sin olvidar al hombre y su territorio, donde las leyes de la naturaleza tienen mucho para enseñarnos si queremos aprender; un buen motivo para la conservación. Quien aprendió de la naturaleza y lo comunica, en la exposición de mariposas en su casa de Pueblo Liebig, es Mateo Zelich. Andaba en el monte, con el agua a la cintura entre los bichos, porque le gustaba cazar y pescar, cuando otros andaban pateando una pelota: “Mis amigos hablaban 3 días del partido que había pasado y 3 días del que iba a venir.”
Su conocimiento, lo volcó en una serie de artículos para El Observador Regional en 1994, y transcribo la bella descripción del paisaje natural, desconocido y descubierto cuando gurí; porque nada puedo quitar de sus palabras sin perder más de lo que hemos perdido ahora:
“… con la excusa de ir todo el día de pesca… marché rumbo al ‘Dos de Agosto’ que así se llamaba ese territorio que no distaría de mi casa más que 8 kilómetros y me largué a lo que para mí era toda una aventura. Calculé que tendría que recorrer caminos de monte, unos 10 kilómetros, y allá fui. Llegando al pajonal me introduje en él y enderecé hacia los sarandizales, pronto el terreno se hizo pantanoso, y luego ya el agua por la que avanzaba se iba haciendo más honda… ya no me rodeaba el pajonal, sino que era un alto juncal. De pronto, comienzo a encontrar nidos de ‘gallaretas’, todos con huevos grandes de color verdoso con pintas ocre, y otros con huevos parecidos pero más grandes que los de una gallina, de los ‘carau’, todos flotantes entre los juncos, pero al mismo tiempo noté unos nidos casi esféricos… y al abrir uno, quedé sorprendido de la belleza de lo que vi, por dentro todo tapizado con plumas, había cuatro huevitos color turquesa, brillantes, satinados, puestos por el pajarito ‘junquero’. Más adelante un nidito en forma de copa pegado a una varita de junco y revocado con huevos de caracol, de esos rosados que la gente llama huevos de rana, y en él dos huevitos crema con pintitas, del pajarito chiquito más bonito que se pueda imaginar, el ‘siete colores de laguna’. La profundidad del pantano me llegaba ya a la cintura pero el fondo era firme, cada tanto ‘disparaba’ a mi paso algo que hacía gran marejada, ¿peces?... También veía muchos nidos de ‘nutrias, y en uno de esos nidos vi una gran víbora, que maté de un tiro y que resultó ser una ´ñacaniná’, culebra de más de dos metros que sólo dos veces más he encontrado en mi búsqueda por la zona. Al salir a un sitio desprovisto de vegetación, pero con vegetación en manchones flotantes, estaba el nido de unos ‘chajaes’, que alborotaron siempre con sus gritos todo el tiempo que estuve en ese lugar, volando a bastante altura en circuitos sobre mí. También allí había entre unas totoras un nido de ‘cigüeña’ con dos pichones casi tan grandes como los padres pero enteramente de color pardo, uno estaba tragando una anguila bastante grande que le daba mucho trabajo, y que no soltó cuando me acerqué a ellos. En el agua que era transparente, se veían cardúmenes de grandes sábalos e infinidad de pececitos y donde había plantas estaban subidas ranitas arbóreas de colores que iban desde el blanco pardo manchadas al verde intenso. Mosquitos y tábanos me seguían y acosaban sin piedad, pero lo que estaba experimentando en éste nuevo mundo era tan fascinante que no hacía mucho caso…”
Como no hacer caso, cuando este escenario natural ha desaparecido bajo el drenado y terraplenado de su humedal. Mi oficio es buscar rescatar la riqueza guardada en nuestro patrimonio bajo la pátina del pasado, sin que ello lleve a convertirnos, como en el cuento de Borges, en “Funes el memorioso”, quien sólo podía recordar porque no era capaz de pensar. Muchos de nosotros podemos pensar y pensamos, que el desierto de vida propuesto, nada tiene que ver con la calidad de vida que conocieron Mateo, Jorge Enrique y otros lugareños; un paisaje industrial, cultural y natural que hijos y nietos tenemos derecho a disfrutar.
* nota publicada el 25 de septiembre en El Observador Regional de Colón, Entre Ríos.
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